"El hombre no es más que lo que la educación hace de él".
Kant.
Tras un impresionante viaje a
Marruecos en abril, el día 14 de noviembre me embarqué para volver al país del
desierto, las callejuelas y las medinas. Mis ganas de volver eran enormes, no
podía esperar para llegar al colegio de Tetuán y conocer a los alumnos. Allí se
respira un aire diferente, la atmósfera se torna mágica.
Recuerdo que la primera vez
que fui hubo una sola cosa (aparte de no poder beber el agua del grifo) que
llevé mal: el machismo. Al principio, cuando un chico de mi edad o un poco más
mayor me miraba o me decía en un español chapucero “Hola, guapa” me sentía halagada,
como es normal. Quiero decir, ¿a quién, sea hombre o mujer, no le gusta que le
digan esas cosas? ¿Qué tiene un piropo de inmoral?
Pero, a medida que íbamos
avanzando por las calles de las distintas ciudades del país, iba conociendo un
ambiente desagradable y enfermizo. Por todos lados había hombres mayores que te
miraban de arriba abajo con una expresión chabacana y te invitaban de malas
maneras a irte con ellos. En los cafés y bares, los marroquíes se sentaban de
frente a la calle para poder escrutar cómodamente los pechos y culos ajenos mientras
degustaban su comida. ¿Con qué derecho me intimidaban mientras hacía un viaje
de estudios? ¿Por qué, si sabían que me estaban haciendo sentir incómoda, no
paraban? ¿Por qué tenía una niña de entonces 14 años que pagar la falta de
educación ajena?
Caminar por las calles había
pasado a ser una pesadilla. Constantemente procuraba ocultarme tras mis amigos
chicos y llevar ropa ancha para no sentirme observada. Pero, un día, me
pregunté: ¿por qué me tengo que esconder? ¿Acaso estoy haciendo algo malo?
¡Nada en absoluto! Siempre estaba el típico imbécil que decía: “hombre, si vas
con esos pantalones marcando culo es normal que te miren”… ¡Vaya inmoralidad! Ahora
me entero de que tenemos que vestirnos para no ser miradas, como si los hombres
fueran animales irracionales que no pueden controlar su lascivia.
Durante el segundo viaje, para
mi sorpresa, me había acostumbrado ya a que los marroquíes me miraran como
cerdos. Cuando me paré a pensarlo, me di cuenta de cuan machista era ese gesto.
Parecía que la solución al burdo y asqueroso comportamiento de los hombres en
aquel país era acostumbrarse y callarse, cuando lo único que se puede hacer es
plantar cara al problema. Desgraciadamente, no tenía ni idea de cómo hacerlo. El
gesto de escupir en la cara al hombre en cuestión hubiera sido claro, directo y habría entendido
al instante que no quería que me mirase, pero me definiría dentro del grupo de animales irracionales que no
pueden controlarse, justo como el hombre en cuestión.
Seguramente algún machista
leerá esta entrada y hará el siguiente comentario: “lo que hay que leer, una
niñata de quince años quejándose porque le han mirado el culo en una excursión”.
A este individuo le voy a pedir que vea este spot contra la violencia de género
del programa argentino “Duro de domar”, emitido en Buenos Aires:
Cuando se ponga en la piel de
todas las mujeres del mundo que han vivido el machismo en primera persona,
vuelva a hablar conmigo.
PD: Que conste que no he querido generalizar al pueblo marroquí, pues durante el viaje conocí a muchos hombres buenos, respetuosos y que me trataron de maravilla. Esta entrada va dirigida a todo hombre exento de educación.
Por Marina León
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